Efectivamente, los organismos internacionales anunciaban un 2020 de dificultades, el Banco Mundial pronosticó un alza del producto interno bruto para este año cercano a 1,8%, una proyección similar a la de Fondo Monetario Internacional, aunque bastante más alta que la de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Cepal, que anticipa un aumento de apenas 1,3%, mientras que universidades europeas anunciaban un crecimiento de 1,7%.
Esta ralentización del crecimiento económico expresado en el descontento en la región indican que las sociedades de nuestros países se están cansando porque no han visto progreso económico o social en los últimos siete años, de allí la protesta política que cuestionó a varios gobiernos de la zona en 2019.
Pues bien, en 2020 hemos pasado de ser “la tierra del cacerolazo”, como es señalada por analistas internacionales, a ser el territorio epicentro de la pandemia universal, multiplicada por la precariedad de los sistemas de salud y la ruina de la infraestructura sanitaria reflejo de la pobreza y la miseria, indicador que nos compara con las economías más pobres del planeta ubicadas en África y el Medio Oriente.
Si bien es cierto que ninguna de las economías del mundo ha escapado del impacto devastador del COVID-19, también se debe reconocer su capacidad de absorber la crisis. La Unión Europea disciplinó sus finanzas reorientadas a la recuperación de las economías de sus países integrantes, comprometiendo hasta 35% del PIB en función del objetivo de estabilizar la condición y modo de vida de su población, en un contexto de gobiernos de disímil orientación política que indica la existencia de un liderazgo de visión global.....
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