Hace más de 200.000 años, en la extensa sabana africana, el homo sapiens inició el camino de la civilización. De este ancestro común desciende la humanidad actual. Y aunque el naturalismo colonialista dio vida al término de raza, entre los siglos XV y XVIII, para clasificar y jerarquizar a las diversas poblaciones del planeta —siempre desde una superioridad moral, cultural y estética europea—, lo cierto es que este concepto se ha ido desmoronando con el paso de los años, hasta ser no solo obsoleto, sino peligroso, pues su permanencia en el imaginario social sigue alimentando el racismo y la discriminación.
Con los descubrimientos de la estructura del ADN, en 1953, y con la lectura del genoma humano, el famoso libro de la vida, en este nuevo siglo, se ha confirmado la inmensa verdad: las razas no existen. Los más de 7.700 millones de seres humanos que habitamos este planeta compartimos mucho más de 99% de los genes. No nos distinguen razas, sino fenotipos, particularidades surgidas a partir de genotipos heredados a través de generaciones por decenas de miles de años de evolución, adaptación y supervivencia en las distintas geografías y ecosistemas del planeta.
Variedades y jerarquías
Lo que muchos identificaron como razas en el pasado, no fue otra cosa que una construcción basada, primero, en la configuración del cráneo y la pigmentación de la piel y, después, en los rasgos físicos y culturales de las distintas poblaciones, más aún en una época en que el hombre europeo iniciaba una era de grandes viajes que lo llevaron al encuentro de civilizaciones distintas a la suya en Asia, Oceanía, el Nuevo Mundo y África.
Como señalan los investigadores Paula Lipko y Federico di Pasquo en el ensayo De cómo la biología asume la existencia de razas en el siglo XX, el botánico sueco Carl Linneo (1707-1778), a mitad del siglo XVIII, definía al europeo como vivo e invectivo; al asiático como cruel, soberbio y mezquino; y al africano como astuto y negligente. Esto llevó al anatomista alemán Johann Blumenbach (1752-1840) a establecer variedades y jerarquías raciales. Bautizó al europeo blanco como caucásico, a los africanos como etiópicos o negros, a los asiáticos como mongólicos o amarillos y a los del Nuevo Mundo como americanos y rojos. La cúspide era, obviamente, la del hombre caucásico.
El historiador italiano Carlo Ginzburg, en un ensayo contenido en el libro Verdad, historia y posverdad (Fondo Editorial PUCP. Lima, 2020) reproduce esta cita del naturalista Jen-Claude Delamétherie (1743-1817): “La raza humana bella es aquella blanca, europea, caucásica. Esa combina la belleza de las proporciones del cuerpo, la fuerza y la agilidad, con brillantes cualidades intelectuales y emocionales —grandes ideas, fuertes pasiones, valor y energía—”.
Según Pedro Pablo Copa, sociólogo y profesor de las universidades Federico Villarreal y Mayor de San Marcos, este racismo científico del pasado se convirtió en “una forma de control social”. “Con la llegada de los íberos al Nuevo Mundo —añade— el término raza adquirió formas estamentales y de explotación. De ahí estos dos elementos, raza y capital, van a ir de la mano”. Aunque la publicación de El origen de las especies (1859), de Charles Darwin, supuso toda una revolución y puso la atención a un ancestro común, las jerarquías no fueron desterradas. Al contrario, las tesis evolucionistas del siglo XIX e inicios del XX asumieron que algunas razas estaban en un estadio evolutivo superior a otras que incluso se hallaban degradadas.
El cambio de paradigma
“Hoy no existe ningún sustento científico para hablar de razas. Para nosotros es la especie humana, el homo sapiens, el término raza ya no pertenece a este siglo”, dice la doctora Ana Protzel, presidenta de la Sociedad Peruana de Genética Médica. Según ella, el cambio de paradigma se produjo cuando se descubrió la composición genética del ser humano. “Ahí no está escrita la raza, sino todos los seres humanos compartimos los mismos genes. Hasta hace unos años se pensaba que éramos 99,9% idénticos, tú y yo exactamente iguales, hoy se sabe que es un poquito menos, pero igual se trata de un porcentaje mínimo que nos diferencia”, indicó.
Y esa nimiedad genética hace que tengamos tallas diferentes, cabellos diversos, colores de ojos determinados, propensión a sufrir enfermedades hereditarias como diabetes, hipertensión, o diversos tipos de cáncer; y eso tiene que ver también con nuestros ancestros y cómo estos se fueron entrelazando a lo largo de múltiples generaciones.
“Somos producto de toda una ancestría —explica Protzel— que se desarrolló durante años en nuestra ascendencia, tatarabuelos, abuelos, padres, que fueron aportando diferencias mínimas, pero que influyen, básicamente, en el aspecto físico. No sé si les ha pasado, pero cuando yo estoy entre un grupo grande de gente, una manifestación, un estadio, una procesión, me pongo a ver cómo es de maravillosa la humanidad. A pesar de que somos genéticamente iguales, nadie es exacto al otro. Estas diferencias, sin embargo, no hacen a nadie inferior ni superior”.
Otro dato interesante que aporta Protzel es que según la neurología la inteligencia no tiene ninguna relación con el color de la piel, la procedencia de los individuos ni el género. “Un ejemplo clásico —afirma— que tampoco determina que haya razas son los genes de los grupos sanguíneos. Tienes una persona igual de inteligente que otra, pero uno es A+ y la otra es A-. Hay personas de distinto color de piel que tienen los grupos sanguíneos iguales; y otras con la misma tonalidad que los tienen diferentes”.
¿Por qué somos lo que somos?
Para el biólogo y genetista molecular Ricardo Fujita la raza tiene solo hoy un uso agropecuario debido a las manipulaciones genéticas realizadas, por ejemplo, en ganados vacunos para hacer que estos produzcan más leche o carne; o en animales domésticos como perros o gatos que han sido modificados con fines utilitarios u ornamentales como los perros de caza o los de compañía.
¿Por qué somos físicamente diferentes? “Nos originamos como especie en África hace más o menos 200.000 años —explica Fujita— y hace unos 70.000 u 80.000 años algunos individuos empezaron a migrar y comenzaron a poblar los continentes, algunos llegaron a zonas frías como la Antártica o la Siberia, al norte de Rusia, otros al Mediterráneo y a los trópicos. Los que hicieron el recorrido más largo fueron los que llegaron a Sudamérica hace unos 20.000 años. A veces por casualidad y otras por selección natural, los grupos fueron adquiriendo características determinadas. En las zonas nórdicas, la gente con piel más blanca prevaleció y dejó mayor descendencia porque esta pigmentación permitía mejor el paso de la luz ultravioleta necesaria para formar la vitamina D; y en los trópicos ocurrió el fenómeno contrario: ahí destacó la gente de piel oscura que le permitía protegerse mejor de la insolación”.
“Si tomamos el ADN de un africano, de un australiano, de un andino, de un amazónico o de un finlandés veremos que es casi idéntico, menos de 1% de diferencia. Esa es una peculiaridad genética de los seres humanos. Somos demasiado homogéneos y parecidos para hablar de diferencias raciales”, añade el investigador de la Universidad San Martín de Porres.....
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